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Las Ofelias, Alessandra Sanguinetti
por Francis Farrell, Argentina

Mi infancia fue, con una mirada retrospectiva desde mis 31 años, maravillosa. Vivía en una casa con un jardín enorme, lleno de árboles frutales, perros, gatos, caballo, tortuga, coballo y pájaros, alejada del centro de una ciudad muy chica en la provincia de Córdoba. En esa casa dediqué largas tardes a construir chozas en zonas abandonadas del jardín o arriba de los árboles y cuando llovía con sábanas en medio del living. Con mi hermano, mis primos y vecinos jugábamos hasta convertirnos en superhéroes, conquistadores, piratas, sirenas y duendes sin que nada perturbara esos mundos en los que solo nuestras reglas valían. Pienso en esos nosotros que éramos y doy la vida por volver a una de esas tardes. No sé si es un impalpable arribo a ese tesoro perdido lo que me provoca esta imagen, pero hay algo en ella que me convoca con franqueza cuando veo a Guillermina y Belinda flotando y dejándose llevar por la corriente de un río que quien sabe hasta dónde va. Las Ofelias de Sanguinetti hace referencia a la Ofelia de Shakespeare, obra en la cual ella, atribulada por el dolor de la muerte de su padre en manos de su secreto enamorado, Hamlet, se retira al río y pensativa se queda en la rama de un sauce, que no resiste y se quiebra, dejándola caer al agua en la que se ahoga y muere. La escena de Sanguinetti es tan intensa como la muerte misma de Ofelia, solo que aquí, el duelo de Guillermina y Belinda no es por una muerte sino por oler la cercanía del fin de la infancia, que podría ser vivida como una paulatina caída.
Con elegantes vestidos y con ramos de flores, como cualquier ceremonia demanda, Guillermina y Belinda cuentan la una con la otra para construir ese universo en el cual no caben separadas. Se necesitan para sobrevivir al calor, a los adultos, al hastío de la siesta, al silencio y, porque no, también a la vigilia. Ellas no dejan que los sueños sean interrumpidos por la mañana. Juegan su continuación y los alargan contrariando las lógicas de la vida diurna. Estas primas se hacen cargo de sus miedos, para eso, se visten de seda, se dan la mano y se tiran al agua, con la incertidumbre del destino a donde la corriente las llevará, pero con la sensación también de que es un juego que pueden frenar. ¿Pero cuál es el límite de los juegos donde la vida misma aflora? ¿En qué momento exacto dejamos de ser niños y de jugar con nuestros miedos y sueños, para anularlos y dejarlos inertes en un rincón?
La incerteza que me genera esta fotografía, es algo honesto que me gusta sentir de vez en cuando.

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